
Su nombre era Gonzalo Fernández de Córdoba y Enríquez de Aguilar, pero la Historia lo consagró como el Gran Capitán. Nació en Montilla el 1 de septiembre de 1453, en una Castilla aún en guerra, aún fragmentada, pero ya forjando el hierro que más tarde forjaría un imperio.
De estirpe noble, pariente de Fernando el Católico, caballero de la Orden de Santiago, señor de linajes viejos y de campañas nuevas, Gonzalo no nació para cortejar reyes, sino para abrir senderos a golpe de acero. En vida conquistó reinos, reformó ejércitos, selló la unidad peninsular y dejó sembrado en Europa el terror a la infantería española. Sin él, los Tercios no habrían sido posibles. Sin él, España no sería la misma.
Los primeros pasos del acero
Criado en Córdoba, educado en la disciplina castellana, Gonzalo comenzó como paje del infante Alfonso, hermano de Isabel la Católica, y pasó luego al servicio directo de la futura reina. Desde joven supo que su vida no estaría hecha de palabras, sino de lides. Y así fue.
Destinado, como segundo hijo, a la guerra, su nombre empezó a resonar en los llanos de Extremadura y en las tierras de Portugal, donde combatió en su primera campaña. Pero fue durante la Guerra de Granada, bajo la enseña de los Reyes Católicos, cuando su genio comenzó a brillar con claridad de estrella polar.
Al mando de las “lanzas” de la casa de Aguilar, Gonzalo fue el primero en atacar y el último en retirarse, desde Álora hasta Loja, desde Setenil hasta Montefrío. Fue también quien negoció, con astucia diplomática, la rendición del reino nazarí. Fue guerrero y espía, brazo de la cruz y lanza del rey.
Nápoles: el laboratorio del Imperio
Pero su verdadera consagración llegó en Italia. Enviado a contener el avance francés, en 1495 cruzó el mar rumbo a Nápoles. Allí encontró no solo enemigos, sino la ocasión de demostrar que la guerra, hecha con ingenio, puede redibujar la historia.
En Calabria y Basilicata derrotó al invasor. Entró triunfante en Nápoles en 1496. Y desde entonces, Europa entera supo que había nacido el Gran Capitán.
Cuando la guerra volvió en 1502, esta vez fue diferente. Fue entonces cuando Gonzalo reinventó el campo de batalla, sentando las bases de lo que sería el arte militar moderno. Su victoria en Ceriñola lo consagró como maestro de la táctica. Su genio fue tal, que se adelantó cuatro siglos a Napoleón.
Ceriñola: la hora del trueno
En aquella colina italiana cubierta de viñedos, 600 hombres de armas, 5.000 infantes y 18 cañones se enfrentaron a una marea francesa de caballería pesada, piqueros suizos y artillería superior.
Gonzalo no se dejó impresionar. Cavó fosos, levantó empalizadas, colocó arcabuceros en primera línea y reorganizó sus tropas como jamás se había hecho. Incluso obligó a sus caballeros a llevar infantería en la grupa, para llegar antes y preparar el terreno. El honor cedía ante la necesidad. Y en eso estaba el genio.
Cuando la batalla comenzó, el cielo se oscureció con pólvora y plomo. La caballería francesa cayó antes de alcanzar el muro. La infantería fue diezmada. En una hora, todo había terminado. Europa entendió que la era del caballero había muerto, y había nacido el tiempo de los Tercios.
El virrey que fue rey sin corona
Tras sus triunfos, Gonzalo fue nombrado virrey de Nápoles. Pero su fama era ya demasiado grande. Fernando el Católico, siempre desconfiado, comenzó a temer lo que no podía controlar. Aunque Gonzalo nunca ambicionó corona alguna —pudiendo haber sido proclamado rey por sus tropas—, la envidia lo condenó al retiro.
El monarca, en un gesto tan mezquino como revelador, le pidió cuentas. Y el Gran Capitán, fiel a su estilo, respondió con ironía inmortal:
«Cien millones por mi paciencia en escuchar ayer que el rey pedía cuentas al que le ha regalado un reino.»
No fue destituido. Fue relegado. Exiliado en su propia tierra. Murió en 1515 en sus posesiones andaluzas, lejos del campo de batalla, pero con la gloria intacta.
La herencia inmortal
Gonzalo no dejó tronos ni riquezas. Dejó algo más poderoso: una doctrina militar, un estilo, una moral de guerra. Su visión dio origen a los Tercios: compañías divididas en arcabuceros, rodeleros y piqueros, un ejército flexible, disciplinado, implacable. El terror de Europa durante más de un siglo.
Organizó la tropa en coronelías de 6.000 hombres, combinó fuego y movilidad, y legó a Castilla una espada que nunca se quebró.
En sus enseñanzas vivieron los Tercios que tomarían Amberes, que resistirían en Empel, que vencerían en Breda, que morirían en Rocroi sin rendirse.
El español total
No fue solo un militar. Fue el español total: noble pero no altivo, devoto sin beatería, valiente sin arrogancia. Fiel a su patria, pero aún más a su palabra. Sus soldados lo adoraban. Sus enemigos lo respetaban. Nunca pidió nada que no estuviese dispuesto a dar: su vida.
Y aunque los tiempos modernos no entiendan su figura, la historia verdadera no necesita permiso para imponerse. Porque el Gran Capitán no fue un mito: fue el cimiento sobre el que se alzó el mayor imperio de la Cristiandad.