
Cesare Polenghi, en su obra Samurai of Ayutthaya: Yamada Nagamasa, Japanese Warrior and Merchant in Early 17th Century Siam, nos recuerda una historia tan singular como gloriosa: el choque entre el Imperio Español y guerreros samuráis en los confines del mundo, en pleno siglo XVI. Pero lo que allí se insinúa, merece ser contado con el ardor y la honra que demanda nuestra Historia.
Corre el año del Señor de 1580. Japón, aún convulso por guerras intestinas, inicia el comercio de metales preciosos con la isla de Luzón, provincia leal de la Monarquía Hispánica. Las transacciones se concentran en Cagayán, la Gran Manila y Pangasinán. Apenas ha transcurrido una década cuando un rōnin japonés —un samurái sin señor— se erige en tirano de aquellas costas, obligando a los nativos a rendirle tributo.
Con su ascenso, las colonias japonesas en Filipinas caen bajo la influencia de los wokou, corsarios despiadados que ya infestaban las costas del Imperio Ming. Se trataba de bandas de rōnin y mercenarios malayos, chinos y coreanos, saqueadores sin patria que veían en Luzón un nuevo botín.
El peligro crece. En 1582, el gobernador general Gonzalo Ronquillo de Peñalosa escribe con urgencia a Su Majestad Felipe II. Advierte sobre el poder de fuego japonés: arcabuces de factura portuguesa, corazas laminadas, tácticas desconocidas. Culpa a la injerencia lusa, tan habitual en aquellos parajes. La amenaza es real. Las pérdidas, cuantiosas.
Es entonces cuando surge el nombre de un héroe: Juan Pablo de Carrión, Capitán veterano de Nápoles y Flandes, curtido en mil escaramuzas, castellano hasta la médula. Ronquillo le encomienda una empresa digna de los antiguos. Su misión: erradicar el mal desde su raíz.
El León de Palencia
Carrión, a sus más de setenta años, reúne cuarenta soldados de probada valía, forjados en la disciplina férrea de los Tercios. Se arman siete navíos, entre ellos el temido San Yusepe y la galera La Capitana. Con ellos, parte hacia el mar meridional de China, donde el destino aguarda bajo forma de acero oriental.
En alta mar, avista una embarcación de guerra japonesa. Sin vacilar, da orden de abrir fuego. El enemigo huye hacia las costas de Luzón, dejando atrás su orgullo herido. Es Tay Fusa, cabecilla de los wokou, quien huye con veinte champanes, dispuesto a vengar su afrenta.
Lo que sigue es digno de los cantares antiguos. Tay Fusa saquea pueblos, mata y viola. Pero Carrión, que ha olido la sangre, le da caza. La Capitana, más veloz y ágil, alcanza a los corsarios. Se produce un combate cerrado: arcabuces contra espadas, pólvora contra katana. Los nipones, crecidos por su número, abordan al navío español.
Los veteranos castellanos se agrupan en popa. Forman un muro de picas, escoltado por arcabuceros y mosqueteros. Como una muralla de acero vivo, al modo de los Tercios, resisten el embate. En el clímax del combate, el San Yusepe irrumpe como un rayo de Dios, cañoneando sin tregua el junco japonés. El enemigo, diezmado y aterrado, salta al mar. Muchos se ahogan. Otros son devorados por los tiburones. La victoria es nuestra, pero no sin lágrimas: cae el valeroso Pero Lucas, capitán entre capitanes.
Río Tajo de Oriente
No satisfechos con la victoria, los españoles marchan sobre el río Grande —bautizado por nuestros hombres como río Tajo, por su semejanza con el noble curso peninsular—. Allí encuentran nuevas fuerzas enemigas y una red de fortalezas construidas por Tay Fusa. Se calcula que los efectivos japoneses y sus aliados superaban los mil.
Carrión, fiel a su genio estratégico, finge retirada y los atrae río adentro. Allí, sin el amparo de sus murallas, caen bajo la artillería castellana. Cientos de orientales mueren en minutos. Los nuestros desembarcan, fortifican la orilla, emplazan cañones, y el Tajo asiático se convierte en sepultura de los corsarios.
Entonces, los piratas solicitan parlamento. Pero el León de Palencia no negocia con enemigos que mancillan el suelo de España. Les exige retirada inmediata. Los samuráis exigen reconocimiento y compensaciones. Carrión no responde. Solo hay silencio… y pólvora.
El enemigo, desesperado, lanza una ofensiva brutal contra apenas cuarenta soldados y veinte marinos. Dos embestidas son rechazadas con orden y bravura. Intentan arrebatar las picas, pero los españoles, astutos, las embadurnan con grasa: los japoneses resbalan, caen y mueren. El combate cuerpo a cuerpo se vuelve inevitable. Los nuestros, exhaustos pero fieros, resisten.
Cuando la pólvora se agota, quedan las espadas, las lanzas, las uñas y los dientes. Con el temple de Numancia y el fervor de Covadonga, los castellanos abaten a sus enemigos uno a uno, hasta que los supervivientes huyen como ratas. Apenas diez muertos entre los nuestros. Cientos en las filas del enemigo.
Fundación de Nueva Segovia
Tras la victoria, Carrión funda la villa de Nueva Segovia, más tarde conocida como Lal-lo. Así nace un nuevo bastión de la Hispanidad en el Lejano Oriente. Aún hoy, su historia se susurra entre los árboles del norte filipino.
España había vencido de nuevo. No con número, sino con honor. No con fuerza bruta, sino con fe, táctica y valor.
Y aunque los conflictos con Japón prosiguieron a lo largo del tiempo, nada empañaría jamás aquella gesta gloriosa, en la que un puñado de hombres del Viejo Mundo, guiados por un palentino de acero, supieron imponer la ley de Castilla en el otro confín de la tierra.
Gloria eterna a los Tercios. Gloria a España.