
Guzmán el Bueno: la daga, el honor y la frontera de la fe
Era Alonso Pérez de Guzmán, caballero del linaje leonés, nacido a la sombra del estandarte de San Fernando y formado en la dura escuela de la Reconquista. Noble por cuna, castellano por sangre y alma, fundador de la excelsa Casa de Medina Sidonia, una de las más ilustres del Reino de Castilla.
Hombre del siglo XIII, cuando la vida era guerra, y el honor no era un adorno sino un deber. Su mundo no entendía de relativismos. Se vivía para servir, para luchar, para defender la fe y la tierra. Y si hacía falta, se moría por ello.
En la novela Vikingo y Almogávar —segundo volumen de la serie juvenil Vikingo de TOLMARHER— este héroe de carne y acero aparece retratado como lo que fue: una figura trágica y gloriosa, como Héctor ante los muros de Troya, enfrentado a su propio destino inexorable.
El cerco de Tarifa
Nos encontramos en el año de gracia de 1294. Castilla sangra por culpa de una nueva guerra civil, como tantas veces en su historia, provocada no por enemigos externos, sino por la traición de los suyos. En esta ocasión, el felón es el infante don Juan, hermano del rey Sancho IV. Y como el conde don Julián en la caída de Hispania, este nuevo traidor abre las puertas al enemigo: aliándose con tropas benimerines del norte de África y con nazaríes del reino de Granada.
El objetivo es Tarifa, una de las llaves del Estrecho, que resiste valiente bajo el mando de Alonso Pérez de Guzmán, aún sin el sobrenombre que habría de ganarse en los días por venir. Allí, sobre los muros de la plaza, se escribiría con sangre una de las páginas más altas del honor español.
El dilema de los siglos
Cuando la fuerza no pudo doblegar a Guzmán, el traidor recurrió a la vileza. Presentó ante las murallas al hijo del propio Guzmán, capturado y maniatado. Don Juan, sin vergüenza y sin alma, ofreció un chantaje abominable: “Entrega la plaza o mataré a tu hijo ante tus ojos”.
¿Qué harías tú?
¿Salvarías a tu hijo y entregarías una ciudad cristiana a la media luna, o dejarías que lo mataran, por fidelidad al rey, a la fe y al juramento?
El siglo XXI no puede responder a eso. Solo el siglo XIII puede entenderlo. En aquel mundo, el honor era más sagrado que la vida. Y Guzmán, caballero viejo, lo sabía.
Arrojó su propia daga al infante traidor y pronunció unas palabras que deberían aprenderse en los colegios y grabarse en piedra:
«Matadle con este, si lo habéis determinado, que más quiero honra sin hijo, que hijo con mi honor manchado.»
La historia juzgó. La plaza se salvó. Y Guzmán fue llamado El Bueno, no por ser blando, sino por ser justo. Por anteponer el deber a todo.
El premio del rey y la memoria del pueblo
Sancho IV, conmovido por el sacrificio y fidelidad de su vasallo, le concedió el señorío de Sanlúcar, que comprendía Sanlúcar de Barrameda, Rota, Chipiona y Trebujena. Así se fundó uno de los linajes más importantes de la historia de España. Pero más allá de los títulos, la gloria de Guzmán fue inmortal.
¿Y hoy?
Hoy algunos —los mismos de siempre, disfrazados con ropajes modernos— intentarían retirar su estatua, borrar su nombre de una calle, llamar “fanático” a quien dio su vida por su patria y por su rey. Pero sin Guzmán el Bueno, y sin otros como él, la España de hoy no existiría. No al menos como la conocemos.
Sin Guzmán, la media luna ondearía sobre las torres de Sevilla. Y la ley que regiría nuestros días no sería la Constitución, sino la Sharía.
Hijos de Guzmán, herederos del honor
No importa si eres de Medina, de Vizcaya, de Lima, de Buenos Aires o de Medellín. Si en tu sangre resuena el castellano, si tus apellidos hablan de pueblos, oficios o batallas, eres hijo de la Hispanidad. Eres heredero de Guzmán y de su elección terrible, pero necesaria.
¿Lo entiendes ahora? No fue crueldad. Fue grandeza. Fue el peso del juramento. Fue defender la fe, el reino, la historia, cuando todos los demás claudican.
Tal vez hoy no tengamos murallas. Pero tenemos algo aún más frágil: la memoria. No dejes que te la arrebaten. Defiende a Guzmán. Defiende a los tuyos. Y si alguna vez dudas… recuerda aquella daga, lanzada por encima del muro, con la fuerza de mil estandartes.