
Viena: cuando Medina del Campo salvó a Europa
El propósito de Sangre, Sudor y Hierro trasciende lo literario, lo académico y lo nostálgico. Nuestra labor no es una inclinación romántica, sino un deber. Vivimos en tiempos en los que la esencia de España —su historia, su fe, su cultura y su legado— es atacada con más vehemencia que nunca, tanto desde fuera como desde dentro de nuestras fronteras. Y ante ese asedio, callar sería traicionar.
Por eso, entre quienes aún conservan la dignidad de saberse herederos de una civilización, la defensa del honor y la memoria se convierte en un acto moral. Los valores eternos, las raíces, las gestas que nos definieron, no pueden ceder ante la indiferencia moderna, que no niega por razón, sino por negligencia. Como bien se ha dicho:
No hay tierra en el mundo que no contenga una tumba española.
Esa frase no es solo verdad, es una carga. Nos recuerda que llevamos sobre los hombros el peso de siglos de hazañas sin par, de héroes sin nombre, de sangre derramada por una idea sagrada: la Hispanidad. Hoy quiero alzar una de esas gestas al lugar que le corresponde. Una que, como tantas otras, fue silenciada. La defensa de Viena en 1529.
El siglo de fuego
El siglo XVI fue un tiempo de guerras y prodigios. España, vértice del Imperio más vasto jamás conocido, luchaba en todos los frentes: del Rhin al Amazonas, del Sáhara a los Apeninos. Y entre todas esas campañas, tres resplandecen como columnas de fuego: Pavía, Lepanto y Viena.
Viena no era solo una ciudad. Era la última puerta de Europa ante el embate oriental. Si caía, toda la cristiandad pendía de un hilo. Los turcos, señores del mundo islámico, se habían tragado Hungría tras la masacre de Mohács. Su ejército, encabezado por el sultán Suleimán el Magnífico, avanzaba implacable hacia el corazón de Europa.
Y allí, en medio del pánico y la desorganización de los reinos cristianos, surgió un joven rey: Fernando de Habsburgo, nacido en Alcalá de Henares, hermano menor de nuestro emperador Carlos I. Sobre su cabeza recaía el peso del trono húngaro… y de la defensa de Viena.
700 castellanos contra 150.000 turcos
En el verano de 1529, más de 150.000 soldados otomanos marchaban hacia Viena. Frente a ellos, solo 20.000 defensores resistían tras los muros. Entre ellos, 700 hombres venidos de Medina del Campo, arcabuceros castellanos que conformaban la guardia personal de Fernando.
¿Quiénes eran? Hombres que buscaban redención. Porque Medina había tomado parte activa en la insurrección comunera, y ahora sus hijos querían limpiar con sangre el pecado de rebelión, y devolver a su villa el favor del emperador.
Los lideraban hombres como Luis de Ávalos, Juan Salinas, Melchor de Villarejo, Juan de Manrique, Diego de Serava, Jaime García… Todos ellos castellanos. Todos ellos decididos a morir antes que retroceder.
La muralla de la muerte
A las órdenes del veterano borgoñón Nicolás de Salm, los defensores transformaron Viena en un baluarte de piedra y fe. Cavaron una muralla interior, recogieron cadáveres para reforzar sus muros como argamasa y se aprovisionaron para resistir. En el punto más peligroso, la muralla sur, pusieron a los de Medina del Campo.
La lluvia arruinó la artillería otomana. Los nuestros disparaban desde cobertizos, manteniendo secas las mechas. Embestida tras embestida, día tras día, los turcos se estrellaban contra la piedra y el plomo español.
Ni minas, ni escalas, ni esclavos forzados al asalto sirvieron. Cuando Salm murió en el combate, los de Medina no abandonaron su posición. Al contrario: se mantuvieron como una muralla de carne, de pólvora y de alma.
La retirada de Suleimán
El 13 de octubre, tras casi un mes de asedio, Suleimán ordenó la retirada. Pero los de Medina no se conformaron. Salieron de los muros y perseguían a los jenízaros, aplicando técnicas de guerrilla. Así eran los Tercios. Así eran los castellanos.
Más de 20.000 jenízaros cayeron ante Viena. No por el número, sino por la voluntad de resistir. Suleimán, uno de los hombres más poderosos de su tiempo, regresó a Constantinopla con el rabo entre las piernas. Europa había sido salvada… por 700 hijos de Castilla.
Somos hijos de su gesta
Tal vez no seas de Medina. Quizás tu sangre venga de Burgos, de Galicia, de Vizcaya, de México, de Colombia, de Perú o de Argentina. No importa. Si hablas castellano, si sientes un latido cuando escuchas estas historias, entonces eres hijo de la Hispanidad.
Y tienes el deber —sí, el deber— de honrar esa sangre. De no olvidar. De rezar un Padrenuestro por aquellos que murieron sin saber si serían recordados. Porque somos hijos de un Imperio eterno, y aunque los imperios mueren, su legado permanece en los que no se rinden.