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En los albores del segundo milenio, cuando las sombras sarracenas todavía cubrían gran parte de la piel de toro, un puñado de condados norteños, nacidos del hierro y del hambre, comenzaron a levantar su estandarte frente a la media luna. Entre todos ellos, uno en particular brillaría con furia creciente: Aragón, el condado montañés, nacido en la sangre de los Pirineos, de las cenizas de los visigodos y el espíritu rebelde de la Hispania perdida.
Esta es su historia: la del ascenso del León del Este, la Corona de Aragón, cuyas galeras hendirían los mares y cuyos reyes se harían dueños de tronos mediterráneos.
El Latido de los Pirineos: El Condado de Aragón
Antes de que fuera reino, antes de que tuviera corona, Aragón fue condado. Frontera de frontera, entre los riscos del Pirineo central, donde la vida era dura y el invierno largo, nació el germen del reino. En el siglo IX, bajo la protección del Imperio Carolingio, los valles de Hecho, Ansó y Canfranc fueron organizados como una pequeña marca defensiva para frenar las incursiones musulmanas. Ramiro, el primer conde conocido (hacia 820), fue poco más que un caudillo de montaña con la autoridad de quien sabe blandir la espada mejor que nadie.
Pero era tierra dura, y en la tierra dura florece el carácter. Aislado, agreste y celoso de su libertad, el condado de Aragón empezó a crecer, lentamente, con una identidad propia. Fueron los descendientes de Íñigo Arista, reyes de Pamplona, quienes dieron estructura y sangre real a los condes aragoneses. Fue Galindo Aznárez II quien consolidó el poder y extendió sus dominios hacia el sur.
La vieja sangre goda aún corría por sus venas, y los pastores de los valles hablaban ya, entre susurros y rezos, de restaurar la Hispania perdida.
El Primer Rey: Ramiro I
En el año de gracia de 1035, con el fallecimiento de Sancho III el Mayor de Navarra, el mapa cristiano del norte peninsular se fragmentó entre sus hijos. A Ramiro, bastardo del rey, le fue otorgado el condado de Aragón. Pero Ramiro no era hombre de aceptar migajas. Con mano de hierro y visión de halcón, se proclamó Rey de Aragón. Así, en los riscos de Jaca, entre monasterios y fortalezas, nació el Reino de Aragón, el corazón de una futura corona.
Ramiro I expandió sus dominios hacia el sur, arrebatando plazas fortificadas a los musulmanes, entre ellas Graus y otros puntos del Somontano. El Reino nacía pequeño, pero decidido. Su linaje real, aunque bastardo, estaba sellado por la ley de la espada.
Sancho Ramírez y el Espíritu de la Reconquista
Sancho Ramírez, su hijo, fue el verdadero fundador del reino tal como se conocería después. Fundó Jaca como primera capital cristiana de Aragón y se sometió como vasallo del Papa, en un gesto político magistral: el pequeño reino de las montañas ahora tenía la bendición del cielo.
Avanzó hacia Huesca, pero murió en sus murallas en 1094, dejando la empresa a su hijo Pedro I, que lograría tomarla finalmente. Aragón crecía como un fuego que no podía ser apagado. Fue entonces cuando los nombres de castillos y ciudades como Alquézar, Barbastro, Bolea o Loarre comenzaron a resonar en las crónicas como joyas recuperadas del pasado visigodo.
Alfonso I el Batallador: El Rey Cruzado
Llegó luego el más temido de los reyes aragoneses: Alfonso I el Batallador. Rey de Aragón y Navarra, cruzado, azote de moros. No fue hombre de alianzas ni de complacencias. Solo la guerra era su amante.
Conquistó Zaragoza en 1118 y convirtió la ciudad en joya de su corona. Sus campañas le llevaron por el valle del Ebro como una tormenta imparable. Alfonso no tuvo hijos legítimos y, en un acto que demostraría la magnitud de su pensamiento místico y político, dejó su reino a las órdenes militares del Temple, del Hospital y del Santo Sepulcro.
Pero los nobles, incapaces de aceptar tal testamento, entregaron el trono a Ramiro II el Monje, hermano del rey muerto, quien dejó el claustro para ceñirse la corona y, en una jugada que marcaría la historia de Hispania, casó a su hija Petronila con Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona.
La Forja de la Corona: La Unión de Aragón y Barcelona
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Año de la unión. La infanta Petronila de Aragón, de apenas catorce años, se desposa con el conde catalán Ramón Berenguer IV. No fue una fusión al estilo moderno, sino una singularidad medieval: una unión dinástica donde ambos territorios conservaron sus fueros, costumbres y estructuras propias. Ramón Berenguer fue Príncipe de Aragón, pero no rey; Petronila conservaría el título real hasta cederlo a su hijo.
Así nació la Corona de Aragón: una confederación de reinos y condados bajo una misma dinastía, donde el rey era un señor feudal que debía jurar sus fueros en cada territorio. Una corona sin capital fija, pero con puertos que mirarían al Mediterráneo como si fuera su propio jardín.
Jaime I el Conquistador: El León del Levante
Y fue entonces cuando llegó el más célebre de sus monarcas: Jaime I, el Conquistador. Nieto de Petronila, coronado con tan solo cinco años, gobernó durante más de seis décadas. En su reinado, la Corona de Aragón se expandió con furia hacia el sur y hacia el mar.
En 1229, lanzó su cruzada contra Mallorca, arrebatando la isla al poder almohade. En 1238, tras años de campaña, entró en Valencia como libertador. No solo fue guerrero: reorganizó el reino, codificó las leyes (Els Furs), apoyó las lenguas locales y protegió las ciudades.
Dejó testimonio de su vida en su Llibre dels fets, donde no solo se narra la gesta, sino el espíritu de un tiempo donde los reyes dormían entre espada y cruz.
La Corona Mediterránea: Sicilia, Nápoles y el Sueño Imperial
A finales del siglo XIII y principios del XIV, bajo los reinados de Pedro III, Alfonso III y Jaime II, la Corona de Aragón se convirtió en una potencia marítima. Fue Pedro III quien, tras las Vísperas Sicilianas, desembarcó en Sicilia en 1282 y reclamó la isla como parte de su dominio. Los reyes aragoneses lucharon contra Francia y el Papado por el control del sur de Italia, y lo lograron con sangre y astucia.
Sicilia, Cerdeña, Nápoles, los ducados de Atenas y Neopatria… la Corona de Aragón era ya un imperio mediterráneo, un mosaico de culturas y lenguas, un coloso hispano que extendía su poder sobre mares y islas. Sus galeras dominaban el comercio, su derecho se imponía desde los Pirineos hasta las costas de África.
La Casa de Aragón era temida, respetada y odiada en igual medida. Las crónicas florentinas hablaban del «rey de Aragón» como un príncipe de mar y guerra, heredero de los antiguos helenos.
Anécdotas, Sangre y Gloria
En el sitio de Valencia, cuenta la leyenda que un soldado catalán, alzando su estandarte tras una muralla caída, gritó a los sarracenos: “Aquí empieza la tierra de Jaime, y termina vuestro sueño”. En Sicilia, se decía que los nativos preferían “el infierno de un aragonés antes que el cielo de un francés”.
Pedro el Grande murió en la oscuridad del Monasterio de Santes Creus, tras haber sido excomulgado por el Papa. Fue enterrado con armadura, espada y corona, como si aún esperase que lo despertaran para otra campaña.
Alfonso el Magnánimo, ya en el siglo XV, gobernó Nápoles como un príncipe renacentista, rodeado de poetas, sabios y conspiradores. Su corte era un faro de cultura en tiempos oscuros.
El Trono Compartido: La Unión con Castilla
En 1469, un joven llamado Fernando, hijo del rey aragonés Juan II, se desposó con Isabel, princesa de Castilla. Era un pacto, una estrategia, una unión sin igual.
Cuando en 1479 murió Juan II, Fernando heredó la Corona de Aragón y, con Isabel ya reina de Castilla, nació la Monarquía Católica. No fue una fusión inmediata, sino la alianza de dos coronas soberanas unidas por la sangre, la fe y el destino.
Juntos reconquistaron Granada. Juntos expulsaron a los herejes. Juntos financiaron a Colón. Juntos construyeron el Imperio. Pero en el corazón de aquella unión, latía aún el alma de Aragón: un reino de fronteras, de leyes antiguas, de marineros orgullosos, de nobles altivos.
El Legado de la Corona de Aragón
La Corona de Aragón fue más que una confederación de reinos: fue una idea. Una forma de gobernar donde el rey debía escuchar, donde los fueros eran sagrados, donde las cortes eran poderosas, donde la ley se veneraba casi como la fe.
Su historia es la del ascenso del este hispano, del rugido de las galeras aragonesas, del eco de los cascos de caballo en las montañas de Jaca. Es la historia de un pueblo que miró al mar no para huir, sino para conquistar. Que no olvidó su montaña, aunque reinara en islas. Que no dejó de ser Hispania, aunque hablara lenguas distintas.
Hoy, en las piedras de Monzón, en los muros de Tortosa, en la catedral de Palma, en las torres de Valencia, en los códices de Nápoles y los archivos de Palermo, aún resuena el eco de la Corona de Aragón. Aquel reino nacido del hielo pirenaico que terminó gobernando las llamas del Mediterráneo.
Y aunque sus reyes duerman, su espíritu —el del León del Este— jamás ha sido encadenado.


