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En las estancias sombrías del palacio de Toledo, bajo arcos visigodos labrados con sangre y oro, una mujer vestía por última vez la corona de un reino condenado. Su nombre era Egilona. Su historia, envuelta en fuego y traición, marca el crepúsculo de los godos en Hispania y el amanecer de una nueva era: la de los conquistadores del desierto. Reina por dos veces, amada y despreciada, cristiana y tal vez musulmana, esposa de un rey muerto en batalla y luego del hijo de un conquistador.
Egilona —también llamada Ailo, Ayluna o Umm Asim por los cronistas árabes— no fue una dama decorativa en un trono en ruinas. Fue el puente imposible entre dos mundos que se desgarraban. Nacida en Toledo hacia el año 659, hija de una noble casa visigoda y probablemente pariente del conde Casio, formó parte de la nobleza más próxima a la corte real. Su infancia, tejida entre intrigas palaciegas, flores marchitas del reino godo y juegos con otros hijos de linaje como el joven Pelayo, estuvo marcada por la inestabilidad de un reino siempre al borde de la guerra civil.
Dicen las crónicas que Egilona y Pelayo se amaron en su juventud. Que compartieron susurros en los jardines y que soñaron con un destino juntos. Pero el poder siempre exige sacrificios, y el amor fue el primero de ellos.
El trono de Rodrigo y la sombra del fin
La historia de Egilona da un giro trágico al casarse con Don Rodrigo, el último rey visigodo. Rodrigo había accedido al trono en medio de una guerra dinástica, apoyado por la aristocracia militar frente a los hijos del rey Witiza. Su reinado sería breve y turbulento. Su derrota ante Táriq ibn Ziyad, en las orillas del Guadalete, no fue solo el final de una batalla: fue el fin de un mundo.
Cuando Rodrigo desapareció en combate en el año 711, Egilona fue apresada en Mérida por Abd al-Aziz ibn Musa, hijo del gran conquistador Musa ibn Nusair. Lejos de enviarla al destierro, Abd al-Aziz la tomó por esposa. Y con ello, selló uno de los actos más desconcertantes de la historia de al-Ándalus: el matrimonio entre la última reina visigoda y el primer gobernador musulmán de Hispania.
La reina cautiva y la sospecha de los fieles
El gesto político era evidente: Abd al-Aziz, al casarse con Egilona, buscaba legitimarse ante los ojos de la nobleza hispánica. Quería ofrecer continuidad. Fusionar los símbolos. Hacer de la media luna heredera de la cruz visigoda. Pero los símbolos pueden encender fuegos, y pronto la corte de Damasco miró con inquietud hacia el oeste.
Las fuentes árabes afirman que Egilona se convirtió al Islam, adoptando el nombre de Umm Asim tras el nacimiento de un hijo. Pero las crónicas cristianas, como la del Pacense, insisten en que Egilona permaneció fiel a su fe. De hecho, su influencia sobre Abd al-Aziz era tan intensa, tan sutil y envolvente, que se rumoreaba que el gobernador podría estar considerando el bautismo.
La sospecha fue su sentencia de muerte.
En el año 716, el califa Suleimán envió cinco oficiales a Sevilla. Allí, Abd al-Aziz fue asesinado mientras oraba. La hoja de la traición, templada en Damasco, cayó sobre el cuello de quien había osado amar a la reina vencida.
Florinda, Don Rodrigo y la maldición de la sangre
El romance trágico de Egilona con Rodrigo se ha visto eclipsado por la leyenda de Florinda la Cava. Se cuenta que Rodrigo, ya rey, forzó a la hija de Don Julián, señor de Ceuta, cuando ésta servía en la corte visigoda. Para vengarse, Julián habría abierto las puertas de Hispania a los musulmanes. Una manzana podrida. Un huevo hediondo como mensaje. Un reino perdido por un acto de deseo.
Pese a que estas leyendas surgieron siglos después y beben de fuentes dudosas, el relato es revelador: los visigodos fueron derrotados por su propio pecado. Por la traición interna. Por la codicia. Por las pasiones desatadas que rompieron la unidad del reino. Y en medio de ese torbellino, Egilona, la reina legítima, veía cómo su corona se hundía en el polvo.
Musa ibn Nusair: el martillo del occidente
El otro gran protagonista de esta tragedia fue Musa ibn Nusair. Gobernador de Ifriqiya, conquistador del Magreb y estratega implacable, Musa fue el artífice de la expansión islámica en Hispania. En 712 cruzó el estrecho al frente de 18.000 hombres, entre ellos su hijo Abd al-Aziz. Tomó Sevilla, asedió Mérida durante catorce meses y marchó sobre Toledo. Desde allí, extendió el dominio de al-Ándalus hasta Zaragoza, Astorga, León y Lugo.
Musa fue traicionado por su propia grandeza. Llamado a Damasco, fue acusado de malversación. Pagó una fortuna para salvar la vida, pero murió apuñalado en una mezquita, despojado de gloria. Su hijo, el esposo de Egilona, no tuvo mejor destino.
La familia que llevó la media luna a Hispania fue devorada por la envidia y el miedo de su propia corte.
Egilona: símbolo de dos mundos
Egilona desaparece de las fuentes tras la muerte de Abd al-Aziz. No sabemos si fue ejecutada, si huyó, si terminó sus días en el olvido o en oración. Pero su figura permanece, como un símbolo de frontera: entre dos civilizaciones, dos religiones, dos formas de entender el poder y el honor.
Fue reina de los visigodos y consorte de los nuevos señores de al-Ándalus. Fue mujer entre hombres que morían por tronos. Fue testigo de la última resistencia de su pueblo y del nacimiento de un orden nuevo que ya no hablaba su lengua ni adoraba a su Dios.
La corona vacía
Egilona es más que un personaje. Es un espejo de la historia de Hispania: una tierra de cruces rotas y medias lunas alzadas, de conquistas y amores imposibles, de traiciones, redenciones y silencios que nunca se explican del todo.
Fue la última en llevar la corona visigoda, no solo sobre su frente, sino sobre su corazón. Y aunque la historia oficial la olvida, su sombra camina aún entre las ruinas de Mérida y las criptas de Toledo, donde el viento, como un susurro antiguo, pronuncia su nombre: Egilona… Egilona…
La reina que vivió entre dos mundos… y sobrevivió para verlos arder.


