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En los confines del mundo conocido, donde el sol declinaba sobre sierras ignotas y desiertos abrasados por el aliento de los dioses antiguos a los que enfretaban con la Cruz, cabalgaban los soldados de cuera.
No en formaciones gloriosas ni bajo clarines de victoria, sino en solitario, como sombras armadas de lanza y valor, entre los riscos de la Alta California, las llanuras de Tejas y los caminos polvorientos de Arizona y Nuevo México. Eran la primera y última línea del Imperio español en la América septentrional. Y allí, lejos de los salones de Madrid y de los mapas dorados de los virreyes, tejieron con sangre y silencio los últimos hilos de la Hispanidad universal.
Guardianes del septentrión
Estos hombres no eran soldados comunes. Eran centinelas de frontera, nacidos para la vigilia perpetua, criados en las misiones, rancherías o presidios, endurecidos por el viento, el hambre y la pólvora. Recibieron su nombre de la cuera, una especie de armadura de gruesas capas de cuero de venado y res curtido que les protegía el pecho y la espalda como una coraza flexible contra las flechas enemigas. Resistía lanzas, aguantaba el filo del cuchillo, y, sobre todo, simbolizaba su oficio: resistir, proteger y cabalgar.
No eran tropas regulares. Eran miembros de las Compañías Volantes, patrullas montadas que recorrían las fronteras más septentrionales del Imperio español. Iban armados con lanza, escudo de cuero, espada, arcabuz y pistolas de chispa. Su misión: vigilar, explorar, mantener el orden, escoltar misioneros y comerciantes, y repeler las incursiones de tribus hostiles.
Y lo hacían todo con escasos recursos, lejos de los centros de poder, muchas veces sin paga, sin gloria, sin siquiera la certeza de un regreso.
El Imperio en su expresión más pura
Allí donde no llegaban ni las leyes ni los mapas, ellos eran el Imperio. Su sola presencia sostenía las fronteras invisibles de un mundo que se extendía desde los volcanes de Guatemala hasta las laderas nevadas del actual Oregon. Hablaban español, náhuatl, comanche o apache según lo exigiera el día. Eran mestizos, criollos, canarios, extremeños o aragoneses. Hijos de las Indias y de Castilla. Algunos habían nacido en presidios como el de San Antonio Béjar, otros venían desde Veracruz o desde los montes de León. Pero todos compartían un juramento: mantener la llama de la Cruz y la Corona en tierras hostiles.
Vivían en presidios fortificados: fortalezas de adobe y madera desde donde partían cada semana, cada mes, en patrullas que duraban días o semanas. Dormían bajo las estrellas, bebían agua de pozos secos y comían carne salada o tortillas con chile seco. Su jornal era mínimo. Su lealtad, infinita.
Las tierras que ellos vieron primero
El actual suroeste de los Estados Unidos fue descubierto, cartografiado y recorrido por estos hombres. Antes que existiera Arizona, Nuevo México o California como naciones modernas, ya sus caminos eran hollados por cascos españoles. El Gran Cañón, las Montañas Rocosas, las llanuras del Colorado, fueron exploradas por estos jinetes de la frontera.
Juan Bautista de Anza, comandante de soldados de cuera, abrió la ruta entre Sonora y la Bahía de San Francisco. Su expedición de 1775-76, con familias enteras escoltadas por cueras armados, permitió fundar el Presidio de San Francisco, cuna de la actual ciudad californiana.
Gaspar de Portolá, otro oficial, exploró la costa del Pacífico y fundó los primeros enclaves hispanos en lo que hoy es Los Ángeles y Monterrey.
Domingo Elizondo, Teodoro de Croix, y decenas de capitanes menos conocidos —pero no menos valientes— dejaron su nombre grabado en mapas, diarios de campaña y antiguos mojones de piedra.
Cada uno de ellos cumplía una función sagrada: ser la voz de España en el silencio del desierto, la lanza de la civilización en la espesura salvaje, el símbolo viviente de un imperio que no conocía fronteras ni límites en su ambición universal.
Una épica olvidada
La historia oficial rara vez menciona a estos hombres. No hubo Waterloo para ellos, ni Austerlitz. No pelearon bajo arcos de triunfo ni fueron pintados por Goya. Pero sostuvieron el Imperio en su límite más incierto, donde el polvo se confunde con la bruma, donde el lobo acecha, y donde todo depende del temple de un puñado de jinetes sin nombre.
Su vida fue una mezcla de fe y coraje, de resignación y audacia, de honor heredado y peligro constante. Combatieron a los apaches, dialogaron con los hopi, pactaron con los zuni, y en ocasiones murieron solos, desangrados, sin testigos, salvo el cielo inmenso del septentrión.
Hoy, los pueblos que ellos fundaron —Tucson, Santa Fe, San Diego, El Paso, San Antonio— son urbes modernas. Pero en sus calles aún resuenan los cascos fantasmales de los soldados de cuera, los guardianes del borde del mundo.
Honor perpetuo a los centinelas del oeste
España no conquistó sólo por la espada. La sostuvo con hombres como ellos. Sin renombre, sin riqueza, sin campañas gloriosas, pero con la más alta expresión de virtud romana: el deber cumplido.
Cuando uno piensa en los tercios, en Lepanto, en Numancia o Covadonga, no debe olvidar a estos hombres que, bajo soles implacables y lunas inmutables, cabalgaron por la frontera del fin del mundo, para que la Cruz ondeara donde nunca antes fue izada.
Ellos fueron los últimos paladines de la frontera.
Los vigías del norte.
Los soldados de cuera.
Que su nombre no se borre jamás de los anales de España.

