
En la hora más oscura del Imperio, cuando el sol se ponía sobre las aguas caribeñas teñidas de sangre y humo, un viejo marino español, de mirada firme y manos curtidas por la sal y la pólvora, aceptaba su destino como quien acepta un juramento ancestral. El 3 de julio de 1898, frente a las costas de Santiago de Cuba, el almirante Pascual Cervera y Topete escribió con fuego y acero la última página heroica de la Armada Española en Ultramar. Lo hizo con una escuadra anticuada, con órdenes contradictorias, bajo una estrategia que no compartía, sabiendo que lo aguardaba la derrota, pero sin rehuir el combate. Porque hay derrotas que huelen a gloria.
La batalla inevitable
La Guerra Hispano-Estadounidense ya se había tornado desfavorable para España. El joven gigante americano deseaba las islas españolas del Caribe y del Pacífico, y sus buques eran numerosos, modernos, bien aprovisionados. Cervera, al mando de la escuadra que debía defender Cuba, estaba acorralado en la bahía de Santiago, atrapado en un callejón sin salida. Mientras sus superiores debatían entre la retirada, la espera o el ataque, él presionaba para evitar lo que sabía que sería un suicidio naval. No fue escuchado.
Y así, al amanecer de aquel 3 de julio, la escuadra española zarpó en fila india, uno por uno, a plena luz del día, pegados a la costa, buscando con desesperación el mar abierto. El enemigo les esperaba desplegado, listo para el tiro. La flota del almirante Sampson, superior en todo salvo en honor, aniquiló uno a uno los buques españoles. Fue una carnicería, pero también una muestra de gallardía sin igual. A bordo del Infanta María Teresa, el buque insignia, el almirante Cervera dirigió la salida con serenidad, incluso cuando su navío ardía por los cuatro costados.
Su decisión, tomada a regañadientes pero con conciencia clara, fue la de un hombre que ya no creía en la victoria, pero sí en el valor. Escogió morir con sus hombres antes que entregar la flota sin combate. Y si optó por una salida de día y pegado a la costa, fue porque aún en la derrota buscó salvar vidas. Como marinero viejo, prefirió el honor del fuego al oprobio de la rendición sin lucha.
El juicio del tiempo
A su regreso fue tratado con desconfianza. Se le abrió proceso judicial. Se le examinó como si fuera un criminal y no un soldado. Se le acusó de pasividad, de inacción, de errores estratégicos. Pero ni los tribunales ni la Historia pudieron manchar su figura. El sumario fue sobreseído. Su vida entera había sido testimonio de entrega y servicio, y ni el estruendo de los cañones norteamericanos ni las voces ingratas de la política doméstica pudieron destruir su legado.
El tiempo lo ha absuelto. Hoy, más de un siglo después, su memoria se alza como una columna de mármol entre las ruinas de la antigua grandeza española. Su tumba en el Panteón de Marinos Ilustres de San Fernando, Cádiz, es visitada con orgullo por sus descendientes, cincuenta y seis de los cuales han seguido sus pasos en la Armada. Allí, en silencio, los nietos del mar rinden tributo al bisabuelo que luchó por España en el fin de una era.
El insulto que reveló la ignorancia
Y, sin embargo, la desmemoria se abre paso en tiempos de frivolidad. Hace no mucho, una alcaldesa española, Ada Colau, borró su nombre de una calle barcelonesa alegando que era “un facha”. Con ello demostró no solo una ignorancia preocupante de la historia, sino una voluntad de tachar, sin matices ni justicia, la honra de quien jamás fue fascista ni violento, sino liberal y comprometido con su patria y su familia. Pascual Cervera falleció en 1909. El fascismo surgiría una década después. Aplicarle semejante calificativo es un error tan grotesco como ofensivo.
El capitán de navío Jaime Cervera Valverde, descendiente directo del almirante, reaccionó con dignidad: escribió una carta en forma de legado. La remitió a su hermano Manuel, también marino, y este a su vez la hizo llegar a sus hijos, cadetes en la Escuela Naval.
“Todos los consejos de mi bisabuelo siguen vigentes”, dijo. Porque la figura de Cervera, más allá de las batallas, es ejemplo de lealtad, servicio y entrega, virtudes que no pertenecen a ideología alguna, sino al alma misma de España.
Un marino de leyenda
Su biografía es la de un titán del mar. Ingresó en la Armada a los trece años, en 1852, y se formó combatiendo en África a bordo de la fragata Princesa de Asturias. Luchó en Filipinas, fue herido en combate en Mindanao y ascendió por méritos de guerra. Levantó cartas hidrográficas de centenares de islas, mandó buques, formó guardiamarinas, defendió el Arsenal de La Carraca frente a la Revolución Cantonal, gobernó el archipiélago de Joló y fue Comandante General de Cartagena.
En 1888, recibió el mando del acorazado Pelayo, el orgullo naval español. Más tarde dirigió los astilleros de Nervión, fue senador por Cádiz y Albacete, ministro de Marina y representante en Londres ante la Conferencia Naval Europea. Fue, ante todo, un profesional del mar, un servidor público y un español íntegro.
Sus actos no fueron solo militares, sino también técnicos, científicos y diplomáticos. Pocas figuras del siglo XIX encarnan mejor el espíritu del deber.
La última salida
La decisión final en Santiago de Cuba —crítica y debatida— no puede separarse del contexto: aislamiento, falta de suministros, escuadra anticuada, mando político débil. Propuestas como la del capitán Fernando Villaamil de realizar salidas ofensivas o la de Bustamante de una huida nocturna no fueron aceptadas. Cervera, escéptico y cansado, cumplió la orden como soldado, no como estratega. Y aunque algunos de sus movimientos fueron erróneos —la distancia entre buques, el orden de salida—, nunca actuó con cobardía. Al contrario, asumió el papel trágico de quien sabe que el destino está sellado y aún así se enfrenta a él.
Villaamil murió en combate, Bustamante en tierra pocos días después. Cervera fue hecho prisionero, pero jamás doblegado. Al regresar a España, fue exonerado. Y aunque sus enemigos callaron, el pueblo y la Armada jamás olvidaron su sacrificio.
Legado inmortal
Fue senador vitalicio, y murió el 3 de abril de 1909. En 1916 fue trasladado al Panteón de Marinos Ilustres, donde reposa entre los más grandes. En su honor, un buque de la Armada llevó su nombre. Pero más que en placas o estatuas, Cervera vive en el ejemplo: en la rectitud de los hombres que eligen la honra por encima del éxito, que aceptan la derrota sin perder la dignidad, que luchan sin odio y caen sin rencor.
En la historia de España hay figuras que son puentes entre lo que fuimos y lo que aún podemos ser. Pascual Cervera fue uno de ellos. No ganó su última batalla, pero ganó el derecho a ser recordado como lo que fue: un hombre de honor. Y eso, cuando se pierde todo, es lo único que no pueden arrebatarte.