
La locución latina primus inter pares —el primero entre iguales— resuena en las entrañas mismas de la historia europea como una fórmula de poder moderado por la dignidad del grupo. No designa a un tirano, ni a un monarca absoluto, sino a quien, siendo superior, debe ejercer esa superioridad con contención, respeto y consenso.
Su significado literal es sencillo, pero profundo: “el primero entre iguales”. Es decir, aquel que, dentro de un grupo homogéneo en autoridad o prestigio —sea político, militar, social o espiritual— ostenta el lugar de preeminencia no por imposición, sino por reconocimiento. Un liderazgo natural, forjado por el mérito, no por la imposición.
Castilla: herencia visigoda, alma germánica
En Castilla, ese concepto no fue ajeno. Lejos de las caricaturas absolutistas impuestas por doctrinas extranjeras, la tradición hispánica entronca con una raíz más antigua y libre: la germánica. Heredera directa de la monarquía visigoda, la vieja Castilla abrazó —al menos en sus albores— la idea del rey elegido, no del rey impuesto.
Entre las tribus germánicas asentadas en la Península tras la caída de Roma, era costumbre que los monarcas fuesen designados por el consenso de los magnates y los nobles guerreros, en asambleas donde el mérito militar, la estirpe y la virtud personal pesaban más que la línea sucesoria.
Así, el monarca visigodo no era un dictador coronado, sino un primus inter pares, el más noble entre los nobles, que debía gobernar con su consejo y no sobre sus cabezas. Conservaba la auctoritas, pero su potestas estaba limitada. Ejercía el poder, pero no lo poseía en soledad.
Auctoritas sin tiranía, gobierno con alma
Este modelo fue, con matices, la esencia de los primeros siglos de la monarquía castellana. Los reyes eran caudillos, jueces supremos, garantes de la fe y la guerra. Pero sabían que su trono no flotaba en el vacío: estaba sostenido por una aristocracia armada, un pueblo orgulloso y una Iglesia fuerte.
El rey mandaba, sí, pero debía escuchar a las Cortes, debatir con sus consejeros, pactar con sus vasallos, y sobre todo, dar ejemplo. Porque primus inter pares no es solo una fórmula política: es una ética del mando. El primero debe ser el primero en el sacrificio, el primero en el deber, el primero en la responsabilidad.
Cuando esa fórmula se rompía —cuando el primero dejaba de ser inter pares y se convertía en déspota— surgían las resistencias, los comuneros, las guerras civiles, las revueltas. Porque en Castilla, la libertad no era un accidente: era una exigencia ancestral.
Lección para los tiempos de ahora
Hoy, en una época donde se nos ha hecho olvidar la nobleza del servicio, el equilibrio entre poder y deber, y donde los líderes se alzan sin mérito, el concepto de primus inter pares vuelve a tener sentido.
Nos recuerda que la verdadera autoridad nace del ejemplo. Que ningún poder es legítimo si no sirve. Que la corona pesa, no brilla. Y que, en el fondo, la grandeza de un líder reside en no olvidar que está rodeado de hombres dignos, no de siervos.